El pasado sábado 25 de febrero se entregaron en nuestra sede social los galardones del "I CONCURSO DE RELATOS LITERARIOS BREVES DEL CENTRO ASTURIANO DE VALLADOLID".
La participación en esta primera edición del concurso ha sido escasa pero con relatos de calidad, por lo que esperamos que esto sirva de aliciente para que en las próximas ediciones la participación sea mayor.
El jurado del concurso, compuesto por Don Luís Carlos Fernández Lobo (vocal de cultura del Centro Asturiano de Valladolid y Catedrático de Literatura) y Don Javier García Cellino (escritor langreano, columnista del diario "La Nueva España" y colaborador asiduo del Centro Asturiano de Valladolid), decidió que el ganador de esta primera edición fuera Don Francisco Iglesias Fernández, de la Casa de Cantabria en Valladolid, autor del relato "Donde cantan los gorriones". Así mismo, el jurado decidió otorgar un accesit a Don Mauro Rollán, socio del Centro Asturiano de Valladolid, autor del relato "El juramento".
A continuación presentamos el relato ganador.
DONDE CANTAN LOS GORRIONES
Autor: Francisco Iglesias Fernández
Casa de Cantabria en Valladolid
A Martín Resmas Monteslargos, el Gubia, le habían nacido, como a su padre, como a su abuelo, para carpintero, en un pueblo asturiano de calles estrechas, de perenne verdor, con hórreos para guardar el mijo y la escanda, allá por el mes de los vencejos. Le gestaron, digo, para hacer carretas y ataúdes.
No puedo olvidar, ahora, el día en que falleció mi abuela Asunción. Era jueves, un jueves lluvioso de otoño, frío y anieblado. Acompañé a mi padre que iba a encargarle el féretro. Martín, desde su altura, me miró con aquellos ojos pardos, deslizó su acartonada y vasta mano, como lija de piel áspera, por mi cabeza, y me espetó, con voz saltarina, a trompicones, sin dejar de toser:
-Oye, guaje, cuando se mata el marrano o se muere la abuela, los niños no van a la escuela. ¿Lo sabías?
Nunca lo he borrado de mi memoria.
Olía aquel cuerpo esmirriado, huesudo y ciprés, a tablón de pino, a virutas, a pocas palabras y a blasfemias. Era un hombre de reducidas misas, pocos silabarios, pero corazón enorme. También su aliento despedía hambre, y sus ropas, desnudez. Se pasaba los días con las noches, los calores con las nieblas, de serrucho a martillo, de berbiquí a formón, de garlopa a lija, de regla a escuadra, de lápiz a nivel. Sin levantar cabeza ni mirada, pegado el ojo al madero, el clavo al martillo y el cogote al polvo de la sierra. Transcurrían sus horas de tos en carraspeo, que no dejaba de toser mientras serraba. Y beber agua y engullir aspirinas como hostias, sin confesar.
-¡Coño con la tos! –protestaba y escupía.
Aquellos ansiosos sudores le manaban de la frente de Martín, el Gubia, por el afán de hacer engordar las carnes de su vástago Lino, que no espigaban sus huesos lo suficiente desde aquel sarampión que padeció a los siete años. Por lo demás, pensaba el hombre, un hijo es una hacienda, una hucha, una bendición repleta de noches sin dormir y llantos inoportunos, gloriosos quebrantos, que dan su fruto allá por los septiembres del vivir. Que a Lino, había barruntado el carpintero, le esperaba la futura vida para bebérsela toda de un trago y él su progenitor, lucharía para lograrlo, hacerle un hombre de provecho de los pies a la cigüeña, como los que visten traje y corbata, montan en autos y saben más que los libros de la escuela. Su hijo era su todo. Su escultura viva, su palabra, su orgullo.
La mejor obra de arte que había salido de los sueños prodigiosos de un ebanista como él, presumía.
-¡Mi hijo, mi hijo! –exclamaba feliz.
Era Lino un chaval ingenioso, despierto, vivaz. Un descubridor de nidos y peces, de pájaros y puntería de tirachinas. Nunca fallaba su tino. Yo le tenía envidia. Envidia de aquellos camiones en miniatura que le fabricaba su padre en la carpintería. Hasta de aquel coche de pedales, grande, pintado todo de rojo, con ruedas robustas y campanilla de bomberos. Entre todos lo descacharramos de tanto usarlo, de montarlo tanto, a lo bruto. Aunque eso sí, Lino nos cobraba por disfrutarlo tres regalices. Pero no nos importaba.
-¡Jolín, qué automóvil!
Una tarde de aquellas, cuando íbamos a pájaros y a ranas, Lino me soltó, angustiado:
-Me voy, Chechu.
-¿A dónde te vas, Lino?
-Del pueblo. Mis padres se van y yo con ellos. La carpintería no da ni para vivir. Se ha ido mucha gente ya de aquí. El negocio se acaba y mi padre no puede con la tos y el polvo de la madera. Nos vamos lejos, a la ciudad, en busca de más posibilidades para todos.
-¡No me fastidies, Lino! –exclamé yo contrariado. ¡No me lo puedo creer!
-Sí, nos vamos. Dentro de unos días. Mi padre ha encontrado ocupación en una portería.
Allí, dice, no hay que bregar tanto. Solo tiene que barrer el portal, vigilar quien entra y sale, cuidar el ascensor, decir a los señores con respeto “buenos días, buenas noches, lo que usted mande”. Esas cosas, ya sabes. Así que nos vamos.
El pueblo se enteró de que se iban porque en la puerta de la carpintería había clavado una tabla que ponía: “Se bende”. Cuando pasó por allí el maestro don Eulogio protestó: “Corregid la ortografía. Luego los niños lo ven y escriben mal las palabras”,
Lo que obligó a Martín, el Gubia, a cambiar el anuncio y escribir: “Se vende varato”.
Así quedó. Sin más. Aunque don Eulogio, al verlo, agitaba la cabeza y repetía que “la gente sin escuela…”. Así quedó. Para qué darle más vueltas.
Al cabo de tres semanas vimos irse a la familia de Martín Resmas. El padre, la madre y Lino, mi amigo. Con sólo un par de maletas y cuatro bultos. Así, ligeros de equipaje, emprendieron el camino a la ciudad, masticando emociones contrapuestas. La pena de abandonar sus raíces y la ilusión y el sueño de mejorar sus vidas. Los muebles los habían dejado en el pueblo. La casa cerrada. A Martín le habían ofrecido piso amueblado mientras durara el trabajo. Así que no era necesario cargar con camas, sillas o mesas… Pero el padre de Lino no olvidó llevarse consigo las herramientas básicas de la carpintería. Eran su todo, su vida, su pan.
Sentí muchísimo que Lino se fuera de nuestro pueblo. Muchísimo lo sentí, ya digo. Lloró mi corazón. Y mis ojos. Había perdido a un amigo. Él iba a descubrir otros mundos fuera del suyo, a conocer otras ciudades, a vivir otra vida, a pisar asfalto caliente.
Y, aquí, en tierra, sin salir del horizonte del maíz y la patata, de los brezos y lo tojos, de la landa y el prado, de los cielos húmedos y nublos.
El destino lo quiso. Años después coincidí con Lino, ya un hombre. Me contó, entre otras cosas, cómo la familia se había acoplado bien, no sin sacrificios, a la nueva vida.
Pero añoraba el pueblo, sus calles estrechas, sus gentes, su silencio, sus paisajes, sus encinas y serbales. Añoraban, día y noche, la matanza, el mondongo, los amigos, los muertos.
-¡Ah, sus muertos!
Me explicó cómo en la portería su padre mataba la soledad de tantas horas cincelando carros, bieldos, trillos, arados en miniatura, carracas y hórreos. Luego los exponía y vendía con gran éxito. De ahí que Lino montara una fábrica de juguetes de labranza aprovechando la herencia paterna.
-¡Y el negocio no puede ir mejor! –repetía feliz y satisfecho.
-Me alegro, Lino.
Y nos despedimos con un abrazo tan fuerte que hizo gemir al viento.
Una de aquellas tardes, cuando fui al pueblo a visitar a mi madre, ésta me comentó que Martín, el carpintero, con su mujer, había vuelto, ya jubilado, a la aldea de su niñez y quería descansar los últimos días de su vivir entre sus gentes y ser enterrado junto a los suyos, llegada la hora. Quería disfrutar de los campos de brezales, de las veredas verdes, del canto de los gorriones, del repique de las campanas de la iglesia donde le bautizaron allá los tiempos.
-Qué será –me dijo mi madre- que donde nacemos, queremos morir, que la mirada del cuerpo nos delata de dónde somos, y el hablar también, que el corazón arrastra hacia la cuna de los besos de la madre!
-Por algo será, madre! –exclamé yo, con la emoción húmeda. ¡Será por algo!
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